jueves, 8 de octubre de 2009

"El mecenas"





                                                                     (“El escritor” Marta Gómez-Pintado)

Capítulo-V- de "Escritos claramente oscuros": El mecenas.

Cuando el hambre ensayaba su desfile ocupaba la mente en complicadas operaciones, para que el hambre perdiera el paso. No se paraba a pensar las contadas ocasiones en que eso ocurría, la rutina es el mejor diapasón y se viste con uniforme. Comenzó interiorizando su sueño:
-Soy un buen poeta. ¿Nadie querrá pagarme un sueldo por escribir tres poemas diarios? Casi mil cien al año, más de veinte mil versos, seis libros de ciento ochenta poemas cada año, todos los años. Soy un buen poeta-
¡PAM, PAM, RATAPLÁN! El hueco de su vientre era un consumado metrónomo: ¡Izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda! El hombre del sombrero sobre la mesa, en otras ocasiones había adormecido a sus soldaditos con un café y algún bollo. Le hizo una seña para que se acercara.
-“Yo te pagaré ese salario, pero habrá una condición”-
No alcanzaba a comprender como algo razonado tan íntimamente, pudo ser captado por aquel hombre con su sombrero encima de la mesa. Lo más extraño es que no le suponía problema o curiosidad.
-“En este libro hay tres mil palabras, cada poema que escribas ha de empezar por una de ellas y la tacharás en la página. Una vez al mes me entregarás el trabajo. Cumple y no volverás a tener problemas con el dinero.”-Antes de irse le dio un adelanto.
Todo funcionó como el hombre prometiera. En aquella cafetería le recogía sus escritos, miraba el libro con las palabras suprimidas y, en efectivo, le pagaba. Su mecenas era un hombre realmente espléndido, cada treinta días le subía el sueldo. Allá por el cuarto mes los soldaditos se habían licenciado. Alquiló una casa y se podía permitir comidas que no sabía que existían.
Una vez terminado el libro, el hombre del sombrero sobre la mesa le entregó otro, con tres mil más. Fue entonces cuando se dio cuenta del hecho: No podía recordar las palabras que eliminaba, desaparecían de su mente al mismo tiempo que eran tachadas por la pluma. Aún así continuó, aunque el segundo libro fue incapaz de agotarlo. Perdió más de cuatro mil palabras conocidas y las que eran nuevas, nada le decían. Dejó de escribir y el hombre del sombreo sobre la mesa de pagarle. No necesitaba el dinero, había ahorrado una cantidad suficiente para poder vivir holgadamente, pero era incapaz de pedir una barra de pan o recordar el día de la semana. La cara falta de expresión y un hilillo de baba que descendía continuamente de los labios, provocó su internamiento en el psiquiátrico.
Al final de cada mes, un hombre con palabra fácil y profuso vocabulario, le visitaba. Se sentaba a su lado y le limpiaba la boca. De su sombreo sacaba unas hojas manuscritas que le leía. A él no le suponía problema o curiosidad.


Julio Obeso

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