Andy Denzler: In to The Black Woods
(Capítulo -I- del libro "Ernesto Devorado")
La memoria de Ernesto era incierta. Lo incierto nos posiciona en el filo, es un ave parecida al halcón, pero su pico mata.
Aquella memoria ya tenía crímenes a su espalda y dos anillos de boda.
Era una bolsa de arpillera. Guardaba tiempo enfermo y otras calañas, malas calañas, que más tenían que ver con la ceguera, el albedrío de los dados, las casuales cigüeñas y las huellas.
Las huellas son las prostitutas de los ángeles.
La memoria de Ernesto era un accidente, uno más, como la mujer que amaba, el perro enterrado en el jardín, la cornisa desplomada de la iglesia. Si algún día tuvo puertas, lazos atados al pene u otros recursos, ya no existían.
En los bares encontró algo de paz, paz de aquella que se parece a la música. Cuando la vida le rodaba se sabía unos tres mil temas de jazz y fumaba a oscuras. La oscuridad nos invierte, entonces tener música en la cabeza, ayuda.
En los bares encontró algo de ayuda; el vino es un cirujano desde el hipotálamo, jamás diagnostica pero ejecuta con precisión su ciencia. Si nada esperas, morir es hallazgo. Las ventanas asomadas al vacío se parecen al jazz.
Ernesto amaba a John Coltrane, a esa sombra que extendía sonoras sábanas desde una ventana asomada al vacío. Billie Holiday era un recurso si la mujer que amaba, había negado la noche. A oscuras fumaba y follaba aquella melancolía de mirada húmeda. El blues tiene labios capaces de ponerte un condón a ciegas.
Ernesto consideró algún tiempo si la ceguera sería el negativo de una mirada, pero Billie no le esperaría siempre y él tenía en el sexo, una prioridad invencible. El piano es un preliminar, la zona erógena de un muslo diabólico.
El sexo es un espejo, en la masturbación somos vampiros de tristeza agónica, seres fabulosos al fin.
La memoria de Ernesto salía a la llamada de la música o se espabilaba en la voz de Raquel. Raquel no cosida a una sombra, venía de los niños perdidos y su pecho sonaba como un reloj. Sólo viajó una vez y fue para siempre. Los trenes mienten a quien tiene un destino.
El pecho de Raquel a veces sonaba como un tren aunque se empeñara en parecer sincera. Apenas sus muslos diabólicos comulgaban sin confesión. Dios tiene un lazo atado al pene y en los ojos dos ventanas asomadas al vacío. Lee libros de arcanos que hablan de dioses y mira mapas de otros mundos. Se enternece con los grillos de alas dodecafónicas, cada noche vigila que no se repita una nota hasta que se complete la serie. A todos los grillos vigila.
Los libros son mendigos de otros mundos.
Un día consideró si la pobreza era antónimo de sí misma y se preguntaba cómo había nacido, quién habría sido el primer pobre, pero Raquel no le esperaría siempre y se acostó para hacer el amor entre sus pechos estéreos: Trenes y tiempo.
Julio Obeso
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