lunes, 12 de octubre de 2009

María




                                             (“Los amantes” René Magritte)
CAPÍTULO 7 DE "ESCRITOS CLARAMENTE OSCUROS"

No pude dejar de frecuentar su tienda desde que se metió en mis huesos, como los colores interesantes lo hacen en las retinas. Belleza y desamparo. Supe que su destino y el mío tendrían mucho que decirse en el futuro. Escribí: “Serás a mi lado. Serás cierta. Serás en mí”- eso escribí sin apartar mis ojos de ella-.
Aprovecho las horas punta de la tienda, para poder observarla a distancia y no levantar sospechas. A veces un nudo de acidez me comprime la garganta cuando otros (yo me daba cuenta) la miran. Todos ellos, mis rivales. Uno, actúa con especial descaro. Pasa a su lado con la mano “casualmente” alejada del cuerpo, la roza e incluso, alguna vez, le sorprendo de cuclillas, malinterpretando el: “Soy un hombre interesado en conocer este artículo de la última estantería”. Se me revuelve el alma. Ropas, zapatos y el bronceado de la piel, hablan de una posición desahogada, quizá una profesión liberal; acude al mercado de las posibilidades con esa prepotencia infinita en los ademanes que yo tanto odio: “Serás mía, serás cierta, serás –para-mí, en cuanto me lo proponga” En su inocencia ella se mantiene ajena, nunca le da pie, jamás se expresa con un gesto que pueda indicar comprensión o aliento. Esa combinación suya de belleza y saber estar, me mata.
Un trabajo mal pagado me aleja diez horas al día de aquel territorio, donde mi fantasía escucha el timbre del recreo. No eran infrecuentes los finales de mes recluido en mi casa de alquiler, tragando cuanto la tele cocina, sin nada más inconsistente en la nevera que los cubitos de hielo. Ese viernes no fue una excepción. Traté de llegar a tiempo, corrí hasta que la respiración se hizo astilla perforando los pulmones; pero las luces estaban apagadas y en la puerta colgaba el “CERRADO”. Aún con el pulso trotando eléctrico por venas que ignoraba existieran, la idea me atrapó. Al abrir la puerta me percaté que anduve las diez manzanas, en un estado de total ignorancia. Si alguien me ofreciera una fortuna por decirle si me había cruzado con un perro, un hombre o un vehículo, desde la tienda hasta mi portal, la perdería. La lata de mejillones cayó al suelo dejando en la estera un cerco sanguinolento. “No puede ser tan distinto-pensé- de todas formas mañana lo sabré”.
Durante la noche la cama es una confusión de imágenes y sonidos, un espantapájaros del sueño. Aunque lo peor estaba por venir: -” ¿Matarías por ella?”- La pregunta la hacía una cabeza guillotinada que rodaba a mis pies mientras, no se por qué, bajaba a tumba abierta hacia lo que en un principio me pareció una playa, pero ahora estaba convencido de que era un gigantesco plato de sopa. Antes la misma cuestión me la había formulado un guardabarrera. Volví a contestar: -¡Si! -, pero esta vez lo grité; el alarido me despertó. Intento esquivar al espejo pero me arden los pómulos y un brillo metálico, aposta láminas en los ojos. Juro que no me dejaré intimidar y menos por mí. Necesito ese dinero y el donante forzoso duerme a pierna suelta, absolutamente ajeno a la crispación que me embarga. El sábado amanece diluviando. Antes de salir guardo en el bolso interior de mi abrigo, un cuchillo elegido cuidadosamente por su filo y punta. Paso por encima de la mancha con especial interés en no pisarla.
Son las siete de la mañana, a pesar de la lluvia y el frío me sobra la ropa. Una agitación extrema devora hasta la última caloría. Las farolas permanecen encendidas y los coches circulan con lentitud, las luces puestas. A donde me dirijo sólo estuve una vez:- “Así que sin experiencia: ¿Tengo cara de querer tirar el dinero con alguien como tú?- Abrió el cajón y sacó un fajo de billetes –“Primero los tiro por la ventana, no me haga perder más tiempo y no regrese por aquí sin algo en las manos, más grande que su hambre”- Estaba a punto de hacerle caso. Trato de retratar en mi mente su cara. Tengo una imagen general: Sobre los sesenta, extremadamente obeso, fanático del orden, traje y perfume caros. Creo recordar unas narices enormes y una papada descomunal, pero la fotografía está incompleta. He de aclarar que, en muchas otras ocasiones, la idea de matar a alguien había visitado mi cabeza, pero casi siempre fue por motivos muy puntuales: Problemas de aparcamiento, interminables esperas. Eran sentimientos balanza, equilibran lo prosaico y nos lanzan al estrellato mientras recorremos la rutina. Asesinar está en la misma categoría que ganar en la lotería o ser el pianista de un concierto. Esto era distinto.
Podría ahorrarme la avenida en cuesta de los polígonos, si paso frente a su tienda, pero no quiero contaminar con mi olor de sayón, la pureza del entorno que la rodea. El almacén pide a gritos una mano de pintura, un urgente cambio del letrero: “Bacalaos El Barquero”. El camino es una mezcla de asfalto y barro salpicado por la viruela de los baches. Una luz lechosa se filtra a ras de suelo. Golpeo la puerta metálica. Un runrún ambiguo impregna el aire con el tufillo de las salazones. Al fin cede. Arremeto con fuerza y el hombre elefante cae de espaldas, sin defensa. “¡Croc!” -así habló su cabeza al impactar contra el suelo-. Intenta gritar pero apenas algo semejante a un gemido, le llega a los labios. Cierro, me arrodillo. Cinco minutos después abandono el tinglado perdiéndome entre las sombras. El cuchillo va a parar a una alcantarilla alejada de la escena. Compro el periódico donde siempre, a la misma hora de siempre. Me ducho y pongo a funcionar la lavadora.
El ruido del motor anuncia el fin del centrifugado. Saco los billetes y de diez en diez, abiertos en abanico, los cuelgo del tendal sujetándolos con pinzas. Ya no huelen a pescado.-“¿Cuánto habrá?”- No los cuento, me quedo con la intuición de –suficiente-. Ya nada me alejará de ella, aquella misma mañana, dentro de unas pocas horas, estaríamos juntos, seríamos juntos. Un imponente centauro mitad necesidad, mitad energía. Mi trabajo ya no me parece tan horrible, ni tan lejos. El área de mis fines de semana se amplía hasta el infinito. La casa es pequeña pero no para nosotros dos. Me espera. Saldrá conmigo de la tienda con la fe de un ciego en su lazarillo, dejándose llevar, abandonada a su suerte, su buena suerte. ¿Y sus caras? (impaciente palpo los billetes, aún están húmedos) –“¡Ah, he de fijarme en cada detalle, atesorar el instante! ¿Estará el tipo de las ropas caras? ¿Quiénes serán testigos del comienzo?”- Ya sé cómo acelerar el proceso del secado y además, potenciar el signo de respeto que quiero le llegue desde el primer momento. Los plancho uno a uno hasta que parecen nuevos, recién emitidos. Hay más de lo que pensaba, mucho más: -“Mejor, así podré pagar cuanto precise para sentirse única”- Me afeito, busco en el armario. –“¡Qué importante la primera impresión! Bueno,… Y la última. Sonrío, estoy pensando en el hombre foca, con su cuello dividido por un Moisés no oficial.
Como si adivinara el transcendental cambio que se avecina, está más hermosa que nunca, cualquier brillo la señala. Ni un solo cliente, acaban de abrir. Sabe a lo que vengo, me lo dice el corazón. Me acerco, le susurro todas las palabras que hasta hoy guardé, celosamente, en mi timidez. –“Yo me ocupo y así será para siempre, déjame hablar con el dueño”- Dos gotas de luz le resbalan hasta el suelo.
Ha dejado de llover, las calles espejean con los primeros rayos firmes del sol. La rodeo con el brazo mientras subimos a mi piso, nuestro piso. El sueño se está consumando. Me faltan las palabras:-“Eres mía, eres en mí, eres conmigo”- Nuestros pasados no existen, venimos de la nada, somos planetas que siempre estuvieron visibles el uno para el otro y hemos burlado la maldición de las órbitas. Estamos volcados en mostrar, con todo lujo de matices, lo que desde la distancia sólo era una cicatriz gris, un pequeño cráter. Quisiera poder medir su estremecimiento, pasear por cada rincón de su diseño, por su femenina estructura que me recibe franca. Descanso mi peso sobre ella, el instinto dirige los pulsos. Sé de la importancia de los preliminares: Contener la excitación, impregnar la piel del resbalo de la llovizna, suavizar lo que pronto será ardor, exterminio, “petite mort”. Busco sus zonas, aleteo sobre ellas y me detengo, en la geometría triangular que me confiere el rango más alto de ser hombre, un atleta. La rítmica del amor se activa, doscientas pulsaciones. Soy sudor que ella empapa, combustión espontánea, una acelerada molécula preñada de pretensión.
Reposo a su lado. La agradable sensación del cansancio me remite a su espacio. Pongo la radio a la hora de las noticias locales. No dicen nada del hombre grasa, parece ser que la noticia más importante del día, es que han aumentado mucho la venta de bicicletas estáticas; un horrible nombre comercial, yo la llamo: María.

Julio Obeso

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