jueves, 8 de octubre de 2009

El boliche




                                                                                        (“Romance tanguero” Roberto Volta)
Si subes al -barrio alto-, muy cerca de la antigua fábrica de tabacos, en una de esas calles estrechas que mueren ensimismadas, aún se puede ver la casa. “El Cóndor” voló en su día entre cestas de pesca, redes reparadas, mucho humo, lecciones y fiestas. Fue todo un descubrimiento con dieciocho años en canal. Si mis manos hubiesen soportado el peso de los pinceles, colgados de estos recuerdos habría retratos, bodegones y figuras en movimiento.

PABLO
Siguiendo mis referencias de finales de los setenta, “Pablo el Montonero” tenía barba a lo Cafrune, mate en la memoria y una guitarra. Abrió El Cóndor como un resumen de su vida: Más corazón que futuro. La sordera total del oído izquierdo (creo recordar siete razones distintas que la justificaban) hacía que siempre te mostrara su perfil bueno: “Las minas adoran este hemisferio, turro” Casi todo en él era grande y aquello que no lo era, lo situaba frente al proyector de su verborrea capaz de agigantar un átomo hasta proporciones dantescas. Se protegía a la sombra de un paraguas hecho con varillas de exilio y lona impermeable a la nostalgia. Buenos Aires era la única con salvoconducto para entrar, a cualquier hora, todos los días. Cada noche cantaba para los que faltos de dinero bebíamos vino en la barra y a los pocos que sentados cenaban.
Compartía cama y negocio con una mujer delgada y alta, con algún tono argento más por contagio que por cuna, pero capaz de mimetizarse en su entorno como una historia más; una musa de fogones que con el trabajo hecho, se sentaba a compartir la vida y el mate que a Pablo le sobraba. Se llamaba Mila.

EL BOLICHE
“El Cóndor” había sido un almacén de aparejos. Las paredes de piedra, el suelo de piedra, el resto, madera vieja. En mitad del barrio de pescadores, era un anacronismo aún para los más abiertos. Sacó chimeneas sin permiso, abrió ventanas y el camino, a otros chiringuitos que copiaron su estilo. En las paredes una enorme cara del “Che”, fotos de cargas policiales, un gaucho flaco pirograbado y banderines albiazules con sentencias de Martín Fierro:

“Sepan cuantos escuchan
De mis penas el relato,
Que nunca peleo ni mato
Sino por necesidá,
Y que a tanta alversidá
Sólo me arrojó el mal trato”

Decorando una estantería larga y medio alta, había decenas de tarros de cristal llenos de arenas de colores, hábilmente mezcladas. Eran altares “In memoriam”: Roberto Goyeneche, Alberto Podesta, Troilo, Edmundo Rivero, Gardel, Alberto Marino... Todos tenían nombres. Donde terminaba la estantería, una pizarra verde anunciaba: “Pruebe nuestro menú argentino”:

-MATAMBRE
-ENSALADA DE CHOCLO
-ASADO DE TIRA
-CHURRASCO
-PAPAS ASADAS
-DULCE DE BATATA

Por dos mil pesetas podían comer dos personas, tomar café y grapa. Y escuchar la voz de Pablo desgranar canciones inauditas, en aquella villa de pescadores, donde apenas hacía una década había llegado la televisión.

EL CANTO

Sacaba la voz del ombligo: Áspera, fuerte y redonda. No manejaba bien la guitarra, aunque se defendía. A veces prefería la “capela” y medio recitaba canciones. Lo importante era su voz. No se callaba ni debajo del agua. Enseguida relacionaba cualquier tema con una anécdota: “Oite, a mi me ocurrió” y tenía esa facilidad hipnótica para envolverte, subirte y bajarte al antojo de su imaginación. Todo era un desastre, una hecatombe de proporciones siderales. Si caía ceniza al café, si el churrasco llegaba algo pasado, si una cucaracha se había colado; eran motivos más que suficientes para abrir el pecho de Pandora en Pablo. Sólo cuando subía al escenario (meseta de veinte centímetros de altura, silla y doble micrófono), algo de paz se posaba en su lengua y en sus manos.
“¿Oyeron?: Hoy vamos a hacer un tango” Era su grito de:-¡Azúcar!- con el que iniciaba, cada noche, el capítulo que había esperado durante todo el día. De entre su barba comenzaba a salir un sonido como de motor en ralentí . Tenía sus comodines, sus guiños a los más fieles y siempre cerraba la sesión con: “Este es para mí, uno de los tangos más hermosos que un hombre pueda cantar: 100 de Abril

“No, no estás ahora
en este Sur que hermoseará
nuestra tristeza en rebelión que no entendés,
y tantas cosas. Pero chau,
que en el café van a cerrar,
y afuera un poco entró a llorar
y adentro un poco entró a llover.
Mi carta no te mandaré,
la sudestada la borró.
Como a vos, ¡Ay! Como a vos”

Nunca me olvidaré de cómo, en mi barrio de pescadores entró a borbotones la voz anciana del Sur. Hace años que Pablo y Mila son puntitos de memoria, achicados o enormes según vaya la charla. En lunfardo es milonga y para Fierro "alversidá", para mí fue una canción que jamás podré olvidar.

JULIO OBESO


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